domingo, 25 de enero de 2009

La noche que decidí huir de mi pueblo era Martes. Una noche de mierda, por ser martes y porque no llovía: lloviznaba, y la llovizna lo único que hace es romper las pelotas, como lo hacían mis compañeros de trabajo y algunos de mis amigos. Es más: ahora que lo pienso mejor, en ese pueblo todos me rompían las pelotas. No es fácil ser enano en un lugar tan chico. Nunca nadie me llamó Rodolfo; para ellos era "Bonsai". Es difícil liberarse de un apodo en un pueblo. Una vez que hay consenso popular, te acompaña hasta la muerte. Incluso suelen ser hereditarios; el apodo pasa de generación en generación, pero en diminutivo. Por ejemplo Francisco es "Pancho", el hijo de Francisco por más que no se llame así será "Panchito" y el hijo de "Panchito" será "Panchín", y así sucesivamente. Sin embargo hay un par de reglas tácitas: sólo los hijos primogénitos llevan el apodo del padre, por una cuestión funcional; sino habría que agregarle números romanos y eso es exclusividad de la iglesia. A su vez, el primer Francisco siempre será recordado en los bares como el "Pancho Padre". Es como una forma de copyright. Bueno: yo era el "Bonsai" desde tercer grado. Ese apodo me lo puso "Camerún". Le decían así básicamente porque era negro. No es fácil ser negro en un pueblo de piamonteses. Es más, me atrevería a decir que es más difícil que ser enano. La noche de mi huída habíamos comido un asado en el galpón del "Tripa" Cantamuto. Le decían así porque tenía una pija enorme. Todos los lunes a la noche nos juntábamos a jugar al fútbol y después a comer. Esa noche vino un ingeniero agrónomo de Rosario que se había venido a trabajar al pueblo. Lo trajo el "Citro" Canello. Le decían así por el tamaño de sus orejas. "Citro" era una abreviación de "Cara de Citroneta con las puertas abiertas". Cuando vi entrar al rosarino (agachándose para pasar por debajo del marco de la puerta) tomé la decisión de inmediato. Esa noche comí en silencio. En la sobremesa tomé un vaso de ginebra y a las doce de la noche, en punto, me levanté sin hacer ruido, junté mis platos, los metí en la bolsita de nylon y saludé a todos: les di un apretón de mano, a cada uno. Cuando llegué al rosarino lo miré fijo unos segundos, y me fui sin mirar atrás. Caminé por el pueblo vacío, las personas ya dormían. Me crucé con un perro que nunca había visto. Lo acaricié. El animal me miró y me siguió por detrás, a unos metros. Llegué a casa, armé un bolso, ensillé a mi pony y me fui para la oscuridad del campo. El perro me siguió. Lo bauticé Rodolfo.

4 comentarios:

cecilia dijo...

y además estaría bien mencionar (sólo por cortesía) a mi amigo Surmi, el cual descnocemos cómo habrá terminado en ese mar de locura.

Anónimo dijo...

Surmi era el dueño del perro, quien sabiamente huyó junto con Bonsai.

cecilia dijo...

Surmi estaba muy mal para tener un perro, no podía ni con él mismo.

Luli Petrone dijo...

Jajajajaja...
Relato muy dolinesco :P